miércoles, 1 de febrero de 2012

percepción.


Muy a lo Casablanca, ella decía a veces eso de: “tócala otra vez”. Ambos temíamos esa frase, y la deseábamos a partes iguales, quizás más. Ese momento en que clavaba sus intenciones en los ojos y me lo transmitía a través de sus palabras, casi por despiste, pero con una fuerza imposible de combatir. Y la tocaba, cómo no, desde el fondo de lo que se quiera que se entienda por alma, o por ser, o por lo que fuera, pero la tocaba, dejándome el pulso y la huella de mis yemas en cada nota, procurando no mirarla de reojo, sabiendo que, en el segundo mismo en que se me erizara la piel, ella justo cerraría los ojos…daba miedo tanta emoción unísona. Aquella melodía, entre bendita y maldita, que nos encerraba en un submundo al que sólo a veces nos atrevíamos a entrar.
Ya podrían haberse desprendido los cielos de mil planetas sobre nosotros, o haber ardido en llamas las maderas de mil bosques a nuestro alrededor, ella no se alejaría de mí y yo no pararía de tocar y volar hasta el final de la pieza, dejando la vida a un lado, convirtiéndonos en algo inmaterial, rozando lo más etéreo de este mundo. Y al acabar, así de golpe, ambos nos perdíamos entre la multitud de motas de polvo arrancadas del piano…y ella divagaba desde el sillón, mirando al vacío por unos minutos, para después mirarme a mí, y dejábamos que el silencio nos dominara, sin miedo. Conscientes de la intensidad de aquel instante.