Hay una calle en Usera, Madrid, con un local singular,
como tantos.
Es este barrio del poco agrado de bastantes, y sin
embargo a mí me gusta, o me está gustando.
Hay hombres con abrigos caros, de paso, gente con
facciones poco sanas, niños, y niños que
dejaron de serlo ayer. Españoles los justos, y extranjeros seguro que
demasiados, en opinión de algunos.
Edificios bajos y antiguos, tiendas que persisten frente
a cadenas nuevas, escondites a mano en cualquier parte, y talleres con la
música bien alta (y no mala), frente a un extraño silencio que se desliza por
sus calles.
Hay, como he dicho, una calle en Usera, Madrid, con un
local singular, como tantos, como pocos.
Es pequeño y aguanta un cartel que, en español, dicta
gimnasio, rodeado de letras chinas, cuyo significado no alcanzo. (No cometamos
la ingenuidad de presuponer que copia lo dicho en nuestra lengua).
La fachada está pintada en un verde suave, o quizás
descolorido. Cuando la puerta ha estado abierta, he podido ver un sofá
desgastado, una mesa y un hombre oriental sentado frente a ella. Pero un día,
el día, en el sofá había dos niños, y el hombre, de pie, se esforzaba por
hacerlos reír, con no sé qué argumentos.
Cada uno recorre unas calles, y cada calle tiene lo suyo,
lo de tantos, lo de tan pocos. Esto es lo mío.