Hace
unos días un amigo con el que hacía algún tiempo que no coincidía
(no en el espacio ni en el tiempo, sino en absurdos más caprichosos
como las circunstancias) me miró y me aseguró que mi rostro había
cambiado, por el de una persona quizá más adulta.
Uno
nunca sabe cómo tomarse estas cosas, es la guerra infinita entre la
madurez y los mundos de peter pan.
En
realidad es una guerra estúpida, como todas. ¿Hay alguna víctima
en la sala? Y todas las manos alzadas.
Es
una guerra estúpida porque lucha el yo con el yo, y si alguien sale
herido, adivina.
La
madurez, como en las frutas, es un acercamiento a la perfección, el
momento idóneo para ser comido. Pero en este mundo la gente no tiene
educado el paladar.
Si
me estoy o no acercando a ese estado pocos me lo van a valorar. Y,
sorpresa, creo que cuanto más me acerque menos conflicto habrá,
entre el yo y el yo, entre lo iluso y lo contrastado. El fin de esta
guerra lo trae su incoherencia. Y es lo más coherente.
No
hace falta venir de vuelta de todo, la voz de la experiencia no
debería empañar o parar las experiencias de otros. A la voz de la
sabiduría también se la sorprende, y si es verdaderamente sabia lo
sabe.
Lo
dice la canción, I don't wanna be young and cold. Pero es que
tampoco quiero serlo después, ni nunca.