Roto el vidrio, y con más sangre en la cabeza que en las
piernas que corrían en tu dirección, no conseguí alcanzarte.
Diez carreras después, desplomados dos cuerpos en la acera contraria, vi demasiadas luces apagarse de golpe, y ruidos colapsando mi
cerebro hasta dejarlo en blanco.
Me aferré a algo frío y consistente, y le confié mi cuerpo,
por si alguna especie de marea trataba de arrancarlo de mi lado.
La que se fugó fue la mente. Se desplazó, primero apenas un
metro, después tan lejos que no supo volver.
Resuelta a no ser cadena ni ancla, se deshizo de todo lo
imperturbable, pues no hacía más que detener el baile de las mechas, en las
pupilas.
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