domingo, 27 de septiembre de 2015

El reflejo, en todo idéntico, no mostraba mis manos. No mostraba el movimiento de mis manos, su interacción con mi cuerpo.
El resultado, una figura inalterable, que en nada podía ser yo, en tal ausencia de modo.

Quizás los actos, cansados de su falta de eco en este lado, se habían negado a reproducirse en aquel otro.

¿Para qué llevar la mano hasta el pelo, y colocar un mechón o dos? ¿Para qué deslizarse sobre el brazo y encontrar un hueso mudo?

¿Para qué llegar hasta el pecho, y constatar la falta de vibración allí, de pulso, de vida en sus entornos?



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